Hablo del personaje que sus amigos se encargan de desmentir al momento de los homenajes, en privado decían, era distinto. Pero el optó por el personaje para enfrentarse al mundo luego del fútbol y hacer su negocio. El Bonvallet que yo conocí frente a una cámara no era amistoso, gentil ni dividía su sueldo con el resto de los empleados, no sonreía si no era para hacerlo con sorna y no mostraba humanidad si no más bien a ratos un profundo desprecio por todos quienes rechazaban su parecer. El Bonvallet al que ví juzgar implacable una y otra vez es al que juzgo.

Todos sus logros se escucharon primero por boca de él. Desde ser un enorme centrocampista hasta convertirse en el más grande comunicador que ha dado este país.  Pero no hay almanaques que recuerden la dimensión que el reclama, ni dentro de una cancha ni frente a los micrófonos. La historia queda hasta ahora en apelativos como “aguerrido jugador” o “polémico comentarista”.

Porque Bonvallet no cambió ni el fútbol ni el periodismo deportivo chileno como él quisiera. Discreto jugador, dentro de la cancha nunca fue un ídolo y su recuerdo tuvo que armarlo y agrandarlo desde fuera, con los micrófonos, donde iracundas miradas a su ombligo devinieron en una  mesiánica labor por cambiar un país entero a través del deporte. Siempre prevaleció su afán de trascendencia.

En un país sumiso como éste, Bonvallet encontró un nicho con auspiciadores, espacios mediales y no pocos seguidores. Hablando golpeado y sin dejar hablar, como un mal padre en la mesa. Trató al periodismo deportivo como un feudo donde todos los que no estaban de acuerdo o simplemente lo desilusionaban merecían el destierro y cuando menos, durísimos y malintencionados  sermones. Como un mal padre, traspasaba sus fracasos a las nuevas generaciones y les exigía la calidad y los logros que él no fue. Ni siquiera dejaba hablar a quienes lo seguían en sus aventuras televisivas. Les restaba sólo sentarse, asentir, alabar y no pocas veces aceptar enfáticos reproches cuando el comentario simplemente no estaba a la altura. Como un mal padre,  apuntaba los errores como repartiendo cachetadas verbales porque más que enseñar se siente bien mostrándole al hijo cuánto sabe.

Confundió honestidad y frontalidad, con respeto, un mal que en Chile vende y gusta mucho. Más que aciertos y hierros, destacaba siempre su violencia. Aportó el racismo, el clasismo, el machismo y defendió la gesta pinochetista con una insólita entrevista al Dictador a pesar de la violencia política contra su madre. Fue aquella vez su más grande autogol, casi un gesto administrativo trasnochado a la Junta y donde su vanidad lo llevó a sentirse maravillado como si fuera parte de una conversación entre dos soldados libertadores.

Se le atribuye una revolución en el periodismo deportivo, si aquello es cierto, para ser justos debemos agregar entonces, además de todo lo anterior, que integró la opinología a esta disciplina. En sus análisis deportivos había espacio para “argumentos” del tipo feo, negro, indio u ordinario para referirse a un jugador. Tanto negro como indio eran usados por supuesto como defectos. A Guarello le dijo “matorral de cejas”. Es fácil hacer una lista de la gente con la que barrió el piso a placer por radio y televisión. Y sus seguidores sabían que pasaría y lo esperaban como circo romano. Si eso es hacer revolución en las comunicaciones cerremos todos por fuera y vámonos para la casa.

También confundió amor propio con majadería. Lo primero es una certeza interior necesaria, bien manejada te hace fuerte. Lo segundo, lo de él, fue gritar cada dos o tres frases alguna autocomplacencia, aquello te vuelve débil. No hablaba nunca sin hablar bien de él.  Le faltó siempre humildad, le sobró inseguridad. Era vulnerable y lo sabía, lo detestaba y lo temía. Para vencer sus traumas tuvo que inventar al Gurú, al Guerrero y levantar toda esa mierda chauvinista y aspiracional donde una y otra vez se declaraba como el mejor del mundo. Pero no bastó.

Cargaba con el odio y la frustración encima, depresión, nos enteramos después. Perdía la calma con absoluta facilidad. Sus ojos presagiaban hace rato oscuros y violentos desenlaces. No era normal que un hombre mirase así. Me lo confirmó hace algunas semanas en televisión, entrevistado por Álvaro Escobar. “Yo no creo que tenga larga vida” lanzó, pero la frase fue inadvertida. No pasó mucho. Tal vez haya influido su desmesurado egocentrismo y nacionalismo para irse un 18 de septiembre. Lamento profundamente el modo cómo terminaron las cosas. Le deseo sinceramente en la muerte, la paz que en vida le fue negada.

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