"...entonces se cansaba de no comprender, de estar triste como cuando Teresita en su casa ponía el disco de Billie Holiday y lo escuchaban fumando porque la madre de Teresita estaba en el trabajo y el padre andaba por ahí en los negocios o dormía la siesta y entonces podían fumar tranquilas, pero escuchar a Billie Holiday era una tristeza hermosa que daba ganas de acostarse y llorar de felicidad, se estaba tan bien en el cuarto de Teresita con la ventana cerrada, con el humo, escuchando a Billie Holiday"

(Julio Cortázar; Siestas)

A mi querido parcero Claudio Alberto, que comenzó todo esto,
al resto de la pandilla, también querida, y que estuvieron ahí para hacerlo posible
gracias x todo amigos.

No podría haberme ocurrido como a Wynton Marsalis, quien asegura haberse pasado todo un año escuchando cada día sus canciones. No podría con tanta nostalgia. Pero hoy que cumple 100 es bueno volver algunas horas sobre esa magia, esa textura, el terrible desgarro que terminaba siempre como en ternura, esa hermosa tristeza, tal y como cuando tenía 18 y la escuché por primera vez en casa de Claudio.

Por esos años era juventud, ese territorio de clichés o de inexplicables y necesarias coincidencias, y por eso andaba también Julio Cortázar siempre en el bolso y con el Club de la Serpiente como reflejo era imposible entonces que los caminos no fueran a encontrarse de la forma que fueron. Era cosa de tiempo.  Y el tiempo dio con la Universidad, un puñado de grandes amigos y entre ellos Claudio, su casa, una vieja radio cassette y su magnífica colección de cintas (el carnet a la mierda) a las que acudíamos casi diariamente como buscando y, por supuesto, encontrando música como respuestas.

Eran los ’90, ya el Jazz había dejado de ser hace mucho tiempo una música popular y en Valparaíso sólo se podía oir en vivo en La Piedra Feliz, un lugar al que para un estudiante asistir una noche podía corresponder al almuerzo y el carrete de varios días. Había por tanto que ser eficiente. Por lo demás, de acogedora e increíblemente grande que se hacía,  la casa de Claudio era a veces lo más parecido a un club de jazz con gente, trago, humo y la oscuridad justa para descubrir los primeros solos y compases de un mundo nuevo para muchos de los que ahí llegaban. Comenzó a ser frecuente entonces conocer y hablar de Armstrong, Parker, Coltrane, Davis, de Thelonius ! y por supuesto y harto, de Billie Holiday.

Y se estaba tan bien, como en el cuento, fumando y dejando pasar las horas cobijados por la amistad y sus canciones. La forma en la que todo aquello ocurría (ocurrió, ocurre) sigue siendo maravilla y sorpresa. No había técnica ni estudio, no había los juegos virtuosos de la Fitzgerald ni las precisas (preciosas) notas de la Vaughan, y no había más que una octava de registro, pero había calle, vida y emoción, todo era puro sentimiento, como debía ser, después de todo, la verdadera música. Todavía hoy no hay quien me conmueva más en los Blues, tal vez porque ella misma era uno de ellos. Como en el caso de Hector Lavoe y sus salsas, su vida en blues era la que cantaba. “Yo he vivido canciones como esa” decía y se lanzaba y los blancos a quienes les limpiaba el piso pocos años antes (y lo seguiría haciendo si no estuviera ahora sobre un escenario) cerraban la boca para escucharla.

En medio de aquel paréntesis de respeto (al llegar e irse del lugar debía transitar exclusivamente por los accesos de servicio, jamás por la puerta principal) podía ser Lady Day y sentir que el mundo podía dejar de ser una mierda (a pesar de que las líricas nos estaban diciendo todo lo contrario), abriendo una obra y un camino tan rico como solitario. Muchas cantaron mejor y más según las estadísticas y los metrónomos, pero eso nunca tuvo nada que ver con ella ni con esto. Maravillosa Billie Holiday, le puso el hombro y la voz a la vida y a las canciones, hacía suyos los temas de otros, como l@s grandes, convertía la música en estándar y nunca interpretaba dos veces igual, quizás porque la vida tampoco es posible vivirla así, aun cuando las canciones y las tragedias se repitieran.

No fue por la heroína que Billie Holiday largó a vomitar tras el escenario luego de haber interpretado por primera vez en vivo “Strange Fruit”. Para la primavera de 1939 aún no entraba en las drogas duras, pero sí hace rato, desde siempre, en la vida dura. No podía saberlo, pero aquel momento iba a marcar no sólo su música si no también la cultura  popular norteamericana. No podía saberlo pero sí sentirlo. El impacto le atacó las entrañas ya que por cada fruto extraño que la canción mencionaba, estaba ella y un linaje condenado a la humillación, aun cuando no colgaran siempre de los árboles como decía la canción; la metáfora podía igualmente llenarse de múltiples sentidos y ejemplos, y ella era uno de ellos: abandonada por sus padres, prostituta, violada y consumidora de drogas desde los 13 años.

Parecía que nada iba a resultar y quizás siempre fue así porque tampoco era el canto lo que quería en un comienzo. Una pésima audición la alejó de sus sueños de bailarina pero John Hammond se fijó en la áspera miel (miel al fin) que salía de su boca y se abrió un camino más para arrancar del despojo. Sin embargo ese mismo camino la puso nuevamente en la tragedia: maridos maltratadores, traficantes, mafiosos y adicciones se sucedieron. Nada podía resultar bien, si hasta el policía encargado de perseguirla y apresarla se había enamorado de ella. Todo a la par de éxitos y fama que dejaron finalmente un cuerpo de apenas 44 años vencido por la cirrosis en un Hospital, mientras cumplía arresto domiciliario por posesión de narcóticos.

En casa de Claudio las cintas piratas no tenían nombres ni fichas técnicas, la grabación de cassette a cassette seguía siendo una bendición de la tecnología muy lejos del recuerdo que es hoy. Otro poco venía de las grabaciones desde la desparecida Radio Clásica, muchas de ellas quedaban cortadas, la calidad técnica, cuando la había, era un lujo que ameritaba enrollar más papeles y destapar nuevas botellas. Alguna vez alguien consiguió copiar desde un CD y entonces pudimos escuchar mejor y saber el nombre de algunas piezas. Con todo, las cintas y las señales eran poquísimas. Con el tiempo fuimos armando la historia.

Claro que hablar de “su historia”, se sabe, es un decir. Pudo su vida ser una ficción pero lamentablemente no lo fue, aunque cuesta dilucidar la verdad entre pésimas biografías y cotidianas exageraciones, la tragedia vende y son (la tragedia y el comercio) irresistibles a ellas. Los propios relatos de la Holiday no ayudaban mucho, atrapados en ese confuso limbo entre la sobriedad, la resistencia, su vanidad  y las alucinaciones.

Pero la vida no se reduce a hechos empíricos y puede ser al mismo tiempo una verdad y una mentira, o mejor aún, a la manera de Emma Sunz en Borges, donde las mentiras no cambian para nada la verdad. Se puede recurrir entonces a territorios inequívocos y para eso está su música, como una de las grandes e irrefutables verdades. La otra puede estar en el final de su vida, cuando destrozada y todavía llena de humillaciones a pesar del reconocimiento espetó: “a fin de cuentas sigo siendo una negra”.

Y en cuanto a su música, toda la discografía no tiene desperdicios. No son pocos los que señalan su periodo en Columbia Records, principalmente las grabaciones junto a su más grande parcero, el maestro Lester Young, como lo mejor de su carrera. Teddy Wilson también andaba por ahí y aquello hacía las cosas más perfectas aún.

Pero también están sus años con Verve, igualmente importantes para mí, hacia el final de su carrera. (Curiosamente, para su último disco volvió a Columbia pero a grabar con orquesta de cuerdas). El sello de Norman Granz le fue dando un sonido más limpio, pulcro pero sin llegar a lo cursi ni al jazz de salón, había mejoras técnicas y seguramente perdían las grabaciones ese encanto propio de los años 30 y 40 cuando parecía que salía humo y olor a alcohol a través del vinilo. Hacia 1955, la atmósfera podía no ser la misma pero seguía siendo igual de cautivante, la orquesta despojó las piezas de todo lo accesorio dejando su voz como veleta, faro sonoro desde y hacia dónde todo, y todos, parecían venir. Ya no estaba Lester Young pero sí, por favor, Barney Kessel, Harry ‘Sweets’ Edison y todavía Ben Webster y hasta Benny Carter. Ya no estaba Teddy Wilson, pero Jimmy Rowles y Winton Kelly hacían olvidarlo mientras duraba la canción.

El marcado swing de los primeros años fue dando paso cada vez más al Blues. Su voz ya no era la misma (la vida cobra sus deudas), se fue gastando y la hizo mucho más limitada de lo que ya era, pero qué diablos, seguía siendo Billie Holiday, nada de eso podía importar si todavía podía lanzar perlas como “Darn that dream”, "Ill wind", “Willow weep for me” o ese monumento que es “Fine and mellow”, donde se reencuentra con Lester Young y parecen despedirse en un último y eterno abrazo musical. Dos años después ya ninguno de los dos estaría de este lado de la música.

Sí, eran los blues más hermosos y sentidos que iba a escuchar nunca, no lo sabía entonces y tampoco que al reverso de toda esa belleza y de toda nuestra paz,  estaba una vida que se consumía con la misma voracidad con que ella se metía las jeringas y las botellas. Eran sus últimos días y yo no lo sabía ni podía imaginarlo, recostado cómoda y plácidamente en un sillón 40 años después fumando y bebiendo al margen del dolor, sintiendo aquella experiencia como algo seminal mientras del otro lado de la cinta alguien se estaba apagando.

Yo no podía saberlo, pero ella sí. A la hora del adiós de Lester Young, había advertido que la próxima sería ella. Y así fue apenas 4 meses más tarde. A la hora de su adiós, ya no quedaban fortuna ni amigos, sólo su perro a un lado de la cama, al otro, su gendarme. Siempre confió más en sus perros que en los humanos. En eso tampoco estaba equivocada.

Hoy 56 años más tarde, siguen esas cintas girando en mi memoria, el mismo placer al oir “All of me”, “Don’t explain” o “Good morning heartache”, a pesar de la distancia siento todavía a mis amigos a mi lado en esta gran sala de jazz, de improvisar y sentir, que puede ser la vida, están aquí, compartiendo las miradas y las sonrisas de asombro, trayendo algún nuevo dato y cassette de esta mujer que nos reunía felices y hacía de nuestras soledades de mechones provincianos, un territorio común y seguro. Y por supuesto que también está ella, hoy más que nunca, porque la vida y la muerte no son más que dos pasos en la eternidad, de su lado ya no hay más dolor que se interponga; del nuestro, nos sigue quedando toda la misma hermosa tristeza que le debemos. Junto a Claudio, Esteban, Manuel, Edwin, Angelo, Hernán y Mariano,  brindo una vez más y para siempre, a tu salud, Billie Holiday

Coquimbo, 7 de abril de 2015
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